Un día en el Valle Sagrado de los Inkas, después de
desayunar, hablar y recordar, caminamos por las calles angostas de Urubamba y
nos fuimos hasta el grifo (estación de servicio) que está sobre la ruta que
transcurre paralela al rio Urubamba y une todos los pueblos desde Ollantay
Tambo hasta Pisac y sigue internándose en los Andes remotos del sur. Subimos a
una combi y apretados viajamos unos quince minutos hasta Huarán. Allí
averiguamos por un auto que nos dé un aventón de unos kilómetros pero era
domingo y no hubo ofertas así que dispuestos a caminar compramos unos caramelos
y cargamos agua. El camino se convirtió rápido en sendero y la belleza del
paisaje con grandes árboles y arroyos cayendo de unas montañas reciamente
clavadas en el cielo color ceniza, parecían componer una especie de cuadro
armonioso, en el nos íbamos combinando con los colores a medida que ganábamos
altura. A mitad de camino, encontramos a unos chicos jugando con bolitas, unos
pibes muy bien adaptados a ese medio donde caminar muchos kilómetros es el pan
de cada día, para cuidar los ganados, para buscar leña, para ir a la escuela y
para jugar a las bolitas, los miramos y conversamos unas palabras con ellos,
observamos su juego, nos despedimos y continuamos subiendo tras la comunidad de
Cancha Cancha que está a 4000 m.s.n.m. y a unos 10 Km. de la carretera. Justo
cuando la pendiente se hizo más suave e inmediatamente luego de cruzar un
arroto, en medio de un descampado, una señora vendía artesanías y cerveza, le
compramos cerveza y preguntamos por Julián Quispe, el líder de la comunidad a quien
queríamos ver. El caserío está como puesto encima del pasto eterno de una
pradera llana, y desde el centro de esa pradera veíamos a gran altura sobre los
cerros, a las llamas y alpacas acompañadas por algunos pastores. Tal vez
tentadas por pastos más suaves o más sabrosos los animales habían trepado a unas
pendientes muy fuertes, seguros, como si fuesen de allí desde siempre al igual
que los chicos que las acompañaban. El conjunto de perfiles de agujas de piedra
nevadas, los árboles y la luz jugando sobre las superficies milenarias, le quitaban
un poco de realidad al evento y obligaban a reparar cada tanto en un ejercicio,
que al menos yo, hago cuando me afecta la altura: hacer una composición consiente
del lugar, establecer distancias, texturas y reconocer claramente la posición
de uno en ese sistema, lo hice porque sentí una especie de ensoñación aunque aun
no habíamos tomado la cerveza que estaba guardada en una mochila.
Nos acercamos a un edificio de unos ocho por cuatro metros
con techo de ichu, el pasto de América del sur, el que está en todos los Andes
con diversos nombres. Un joven quechua nos recibió, el era Julián Quispe el
líder de la comunidad que consta de unas diez familias que enfrentan las duras
condiciones de la altura con infraestructura del siglo XVIII, aunque también se
acuestan y se despiertan en esa belleza sin igual y sobre todo, están muy bien
adaptados, son parte de ese mundo y se les nota en sus sonrisas, su mirada y
sus impenetrables silencios.
Nos invitó a pasar a través de una puerta bastante baja, aun
para mí que no soy muy alto. Dentro, la oscuridad apenas rota por un minúsculo
fuego que ardía en un extremo y al pasar el umbral de inmediato un escalón
hacia abajo. Nos sentamos frente a Julián y sus hermanas que no hablaban
español, se reían mucho y escuchaban a su líder hermano. Sobre el fogón
construido de tierra, había dos ollas negras, tan negras como el cielo raso
cubierto por el hollín, ya que la única ventilación es la permeabilidad del
techo de ichu al paso del humo.
Tratábamos de entendernos, con las limitaciones propias de
no compartir el idioma ni la lógica lingüística difícil de descifrar de estas
amables personas, eso lo sabía, ya lo había vivido antes en otros tiempos. Una
charla, las miradas que contienen algo de incredibilidad e inocencia, el humo,
los olores propios de la vida rural, lo que ya había visto afuera, todo eso fue
como un shock de memorias que me transportaron velozmente a un pasado casi
olvidado, los viejos tiempos en que dediqué tanto esfuerzo a la instauración
del totalitarismo marxista en este continente, en esos años pasé por muchas
charlas con esa estética y esos olores, mismas miradas, lo bueno es que ahora
no les traía ninguna solución, ninguna propuesta, ninguna artimaña semántica
para despertar su resentimiento, simplemente quería compartir un momento y si
mi corazón y me mente me lo permitían llevarme algún aprendizaje, eso me hizo
muy bien, antes se me apretaba el corazón cuando lograba convencerlos.
Miré al piso y atrás mío y en lo que restaba de habitación todo
estaba cubierto de cuyes, hámsteres, que los campesinos crían al calor de sus
hogares, porque son muy delicados de salud y sirven para muchas cosas, para
descubrir la enfermedades tras unos pases chamánicos abriéndoles el vientre y observar
en sus vísceras las marcas que han transferido enfermedades de quien está
siendo auscultado con ese método, para hacer picante de cuy que sabe muy bien y
tal vez? no, seguro que no lo saben, que en la cosmovisión de los tres mundos
incaicos el jaca, el cuy, representa al hombre y su sacrificio, no, eso no lo
saben.
Después, Julián aportó lo suyo para que no me olvide de él. Era
24 de junio y es un dato relevante. Andrés le preguntó si allí habían
hecho algún festejo por el "inti raymi" - como se hizo el 21 en Cuzco
y otras muchas ciudades - Julián miró con gesto interrogante y solo dijo: ¿hoy?,
Laura y Andrés lo miraron. Yo respondí: hoy, sí; hoy dijo Julián, hoy es la
fiesta de San Juan y una catarata de ideas cayeron de mi atosigada cabeza llena
de mierda y post verdad, pensé en la festividad que impusieron, a base de
tormentos y amenazas, los conquistadores católicos para separar a estos pueblos
de su identidad, destruyendo el núcleo ético mítico de su cultura, en los
albores de las grandes operaciones de inteligencia de masas. En las ciudades, de
hoy, grupos más intelectualizados, en general con un sesgo anticapitalista, han
recuperado y explotan esta contradicción, en ocasiones convirtiendo estas festividades
en una pancarta del post marxismo. Guardé silencio, me alegré del presente,
miré los cuyes que andaban por la habitación. Conversé del pasto, de la
belleza del lugar, no podía decir ninguna otra cosa que no fuese una hipocresía
o una mentira. Apuré la salida del lugar, nos invitaron a comer algo, unas
papas sancochadas, lo agradecimos. Salimos, suspiré como queriendo vomitar los
recuerdos que inundaban mi mente. Nos alejamos; bajo unos queñuales y sobre
unas piedras grandes, tomamos unos mates y después la cerveza en una canchita
de fútbol con un solo arco, debe ser difícil armar un equipo en ese lugar, la
gente joven se va a los valles, a los pueblos o a las ciudades y esas
comunidades pronto serán parte del pasado, absorbidas por la maleza y el
olvido, solo recordadas en las costosas Go Pro de los trekkers que seguirán
pisando esos senderos como parte de un producto llamado turismo cultural.
Bajamos, oyendo el agua del arroyo y yo pensando si vale o
no la pena contar estas cosas, bueno, vos sabrás…