lunes, 11 de marzo de 2024

Cancha Cancha

 






Un día en el Valle Sagrado de los Inkas, después de desayunar, hablar y recordar, caminamos por las calles angostas de Urubamba y nos fuimos hasta el grifo (estación de servicio) que está sobre la ruta que transcurre paralela al rio Urubamba y une todos los pueblos desde Ollantay Tambo hasta Pisac y sigue internándose en los Andes remotos del sur. Subimos a una combi y apretados viajamos unos quince minutos hasta Huarán. Allí averiguamos por un auto que nos dé un aventón de unos kilómetros pero era domingo y no hubo ofertas así que dispuestos a caminar compramos unos caramelos y cargamos agua. El camino se convirtió rápido en sendero y la belleza del paisaje con grandes árboles y arroyos cayendo de unas montañas reciamente clavadas en el cielo color ceniza, parecían componer una especie de cuadro armonioso, en el nos íbamos combinando con los colores a medida que ganábamos altura. A mitad de camino, encontramos a unos chicos jugando con bolitas, unos pibes muy bien adaptados a ese medio donde caminar muchos kilómetros es el pan de cada día, para cuidar los ganados, para buscar leña, para ir a la escuela y para jugar a las bolitas, los miramos y conversamos unas palabras con ellos, observamos su juego, nos despedimos y continuamos subiendo tras la comunidad de Cancha Cancha que está a 4000 m.s.n.m. y a unos 10 Km. de la carretera. Justo cuando la pendiente se hizo más suave e inmediatamente luego de cruzar un arroto, en medio de un descampado, una señora vendía artesanías y cerveza, le compramos cerveza y preguntamos por Julián Quispe, el líder de la comunidad a quien queríamos ver. El caserío está como puesto encima del pasto eterno de una pradera llana, y desde el centro de esa pradera veíamos a gran altura sobre los cerros, a las llamas y alpacas acompañadas por algunos pastores. Tal vez tentadas por pastos más suaves o más sabrosos los animales habían trepado a unas pendientes muy fuertes, seguros, como si fuesen de allí desde siempre al igual que los chicos que las acompañaban. El conjunto de perfiles de agujas de piedra nevadas, los árboles y la luz jugando sobre las superficies milenarias, le quitaban un poco de realidad al evento y obligaban a reparar cada tanto en un ejercicio, que al menos yo, hago cuando me afecta la altura: hacer una composición consiente del lugar, establecer distancias, texturas y reconocer claramente la posición de uno en ese sistema, lo hice porque sentí una especie de ensoñación aunque aun no habíamos tomado la cerveza que estaba guardada en una mochila.

Nos acercamos a un edificio de unos ocho por cuatro metros con techo de ichu, el pasto de América del sur, el que está en todos los Andes con diversos nombres. Un joven quechua nos recibió, el era Julián Quispe el líder de la comunidad que consta de unas diez familias que enfrentan las duras condiciones de la altura con infraestructura del siglo XVIII, aunque también se acuestan y se despiertan en esa belleza sin igual y sobre todo, están muy bien adaptados, son parte de ese mundo y se les nota en sus sonrisas, su mirada y sus impenetrables silencios.

Nos invitó a pasar a través de una puerta bastante baja, aun para mí que no soy muy alto. Dentro, la oscuridad apenas rota por un minúsculo fuego que ardía en un extremo y al pasar el umbral de inmediato un escalón hacia abajo. Nos sentamos frente a Julián y sus hermanas que no hablaban español, se reían mucho y escuchaban a su líder hermano. Sobre el fogón construido de tierra, había dos ollas negras, tan negras como el cielo raso cubierto por el hollín, ya que la única ventilación es la permeabilidad del techo de ichu al paso del humo.

Tratábamos de entendernos, con las limitaciones propias de no compartir el idioma ni la lógica lingüística difícil de descifrar de estas amables personas, eso lo sabía, ya lo había vivido antes en otros tiempos. Una charla, las miradas que contienen algo de incredibilidad e inocencia, el humo, los olores propios de la vida rural, lo que ya había visto afuera, todo eso fue como un shock de memorias que me transportaron velozmente a un pasado casi olvidado, los viejos tiempos en que dediqué tanto esfuerzo a la instauración del totalitarismo marxista en este continente, en esos años pasé por muchas charlas con esa estética y esos olores, mismas miradas, lo bueno es que ahora no les traía ninguna solución, ninguna propuesta, ninguna artimaña semántica para despertar su resentimiento, simplemente quería compartir un momento y si mi corazón y me mente me lo permitían llevarme algún aprendizaje, eso me hizo muy bien, antes se me apretaba el corazón cuando lograba convencerlos.

Miré al piso y atrás mío y en lo que restaba de habitación todo estaba cubierto de cuyes, hámsteres, que los campesinos crían al calor de sus hogares, porque son muy delicados de salud y sirven para muchas cosas, para descubrir la enfermedades tras unos pases chamánicos abriéndoles el vientre y observar en sus vísceras las marcas que han transferido enfermedades de quien está siendo auscultado con ese método, para hacer picante de cuy que sabe muy bien y tal vez? no, seguro que no lo saben, que en la cosmovisión de los tres mundos incaicos el jaca, el cuy, representa al hombre y su sacrificio, no, eso no lo saben.

Después, Julián aportó lo suyo para que no me olvide de él. Era 24 de junio y es un dato relevante.  Andrés le preguntó si allí habían hecho algún festejo por el "inti raymi" - como se hizo el 21 en Cuzco y otras muchas ciudades - Julián miró con gesto interrogante y solo dijo: ¿hoy?, Laura y Andrés lo miraron. Yo respondí: hoy, sí; hoy dijo Julián, hoy es la fiesta de San Juan y una catarata de ideas cayeron de mi atosigada cabeza llena de mierda y post verdad, pensé en la festividad que impusieron, a base de tormentos y amenazas, los conquistadores católicos para separar a estos pueblos de su identidad, destruyendo el núcleo ético mítico de su cultura, en los albores de las grandes operaciones de inteligencia de masas. En las ciudades, de hoy, grupos más intelectualizados, en general con un sesgo anticapitalista, han recuperado y explotan esta contradicción, en ocasiones convirtiendo estas festividades en una pancarta del post marxismo. Guardé silencio, me alegré del presente, miré los cuyes que andaban por la habitación. Conversé del pasto, de la belleza del lugar, no podía decir ninguna otra cosa que no fuese una hipocresía o una mentira. Apuré la salida del lugar, nos invitaron a comer algo, unas papas sancochadas, lo agradecimos. Salimos, suspiré como queriendo vomitar los recuerdos que inundaban mi mente. Nos alejamos; bajo unos queñuales y sobre unas piedras grandes, tomamos unos mates y después la cerveza en una canchita de fútbol con un solo arco, debe ser difícil armar un equipo en ese lugar, la gente joven se va a los valles, a los pueblos o a las ciudades y esas comunidades pronto serán parte del pasado, absorbidas por la maleza y el olvido, solo recordadas en las costosas Go Pro de los trekkers que seguirán pisando esos senderos como parte de un producto llamado turismo cultural.

Bajamos, oyendo el agua del arroyo y yo pensando si vale o no la pena contar estas cosas, bueno, vos sabrás…

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